Texto
-(...) El hombre estaba esperando que le hiciese un
trato, y yo fui entonces y le ofrecí la luna (me acuerdo que menguaba); él
contestó que no había traído un cesto para llevársela. Le ofrecí la piel
del oso que cazara en el año de Maricastaña, más un ciento de pájaros
volando y todas las uvas altas que pudiera alcanzar, y le ofrecí otras cosas
imposibles, que él rechazó con gracia, después de sopesarlas. Cuando me
flaqueó la inspiración le tendí, que Dios me perdone, un puñado de caramelos
y una ristra de petardos. Él se reía con ganas y decía: "Ofrézcame
también su uniforme completo de guardia de tráfico". ¿Cómo podría saber
aquel hombre mi secreto salvo que fuese el diablo, como pienso? Pero en aquellos
momentos sólo me preocupaba poner a salvo mi honor. Le ofrecí incluso la
tartera con su bacalao. Y él seguía riéndose y pidiendo más cosas: mi badila
de albañil, mi llave de mecánico, mi escoplo de ebanista, mi insignia de
conserje. Le puse aquí encima (pues yo andaba como loco, sin dar crédito a
aquella maligna demostración de poder) un reloj de mentira, una pistola de
agua, una careta de mono y todo lo que había por aquí. Pero cuando saqué un
montón de novelas y cuentos, al buen tuntún, él se puso serio, colocó una
mano encima como si fuese a hacer un juramento y dijo: "Cierro el trato,
los tres libros grandes por este lote". Me asustó su voz de pronto ronca,
como de tahúr. Por estar a la altura de las circunstancias, acepté, y para que
no pensara que yo era un charlatán sin sustancia. Así que agarró el lote, se
arrebujó en la capa con un movimiento que parecía que iba a desaparecer bajo
tierra, se puso los guantes sin ninguna prisa, dio una cabezada de artista y no
volví a verlo nunca más. ¿Qué te parece lo que ocurrió? ¿No es cosa del
diablo?
-No sé -contestó Gregorio, que sólo muchos años después llegaría a
comprender aquella historia.
-Pues mira, hijo, éste es uno de los libros, y
ahí tengo los otros, guardados como oro en paño y con los que tú te harás un
hombre de provecho. Si yo hubiera sabido que existían estos libros, a estas
horas sería un gran hombre, quién sabe si juez o médico, o incluso cardenal
en la propia Roma, y no como tu abuelo o tu padre sino de verdad, con los
papeles bien en orden.
El primero era un diccionario. "Aquí vienen todas las palabras que
existen, sin faltar ni una." El segundo era un atlas: "Y aquí todos
los lugares y accidentes del mundo", y el tercero una enciclopedia: "Y
éste es el más extraordinario de los tres, porque trae por orden alfabético
todos los conocimientos de la humanidad, desde sus orígenes hasta hoy. ¿Tú
sabías que existía un libro así? Pues yo tampoco hasta hace tres años. Desde
entonces lo estoy estudiando. Voy ya por la palabra "Aecio", que era
un general romano que mató al conde Bonifacio en el año 432 y derrotó a Atila,
rey de los hunos, en el 451, pero que fue asesinado por el rey Valentiniano III,
temeroso de su poder. Adelanto poco porque ya soy viejo y tengo mala memoria, y
para aprender una cosa debo olvidar antes otra. Y luego está el atlas y el
diccionario. Todos los días me aprendo cinco palabras nuevas y el nombre de
algún río o una ciudad. Cuando pienso en la cantidad de cosas que podía saber
a estas alturas si estos libros hubiesen caído en mis manos hace cincuenta
años y tuviese entonces el espíritu que hoy me anima, no hay nada que pueda
consolarme, porque sé que he equivocado mi vida, y eso ya no tiene remedio.
Pero tú, Gregorito, todo lo tienes a favor. Pareces enviado por el destino para
reparar la burla que me hizo a mí, dándome pan cuando no tenía dientes. Así
que ya sabes, desde mañana empezaremos con tu aprendizaje, porque no hay tiempo
que perder.
LANDERO, Luis: Juegos de la edad tardía, Cap. 1.