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Ilustración de fondo

 

Camelot. Libro II, Cap. 4 y Libro IV, Cap. 14.

«-Cuando yo era joven -dijo Merlín-, existía la idea de que era improcedente hacer guerras, de cualquier clase que fueren. Muchas gentes, en aquellos días, declaraban que no combatirían en ningún caso

-Quizá tuvieran razón -contestó el rey.

-No. Existe una buena razón para luchar, y es cuando otros le atacan a uno. Las guerras son males que originan seres indignos. Es algo tan reprobable que no debe ser consentido. Cuando se tiene la seguridad de que los otros han comenzado, entonces es el momento de hacer todo lo posible por detenerles.

-Pero sucede que ambas partes aseguran siempre que el otro fue quien empezó.

-Claro que lo hacen, y es una buena señal que así ocurra. Al menos demuestran que todos se dan cuenta de la maldad que hay en iniciar una contienda.

-Pero hay razones -repuso Arturo- como la de que un pueblo haga padecer hambre a otro, es decir, causas pacíficas, de tipo económico y no belicoso, en cuyo caso las víctimas deben luchar por sobrevivir. ¿Comprendéis lo que quiero decir?

-Lo comprendo -dijo el mago-, pero considero que estáis equivocado. No hay excusa alguna para iniciar una guerra. Un asesino, por ejemplo, nunca podrá decir que su víctima era rica y le estaba oprimiendo. En consecuencia, ¿por qué habían de hacer eso mismo las naciones? Los errores deben remediarse con razones, no mediante la fuerza.

Kay manifestó entonces:

-Suponed que el rey Lot, de Orkney, desplegase todo su ejército a lo largo de la frontera del norte. ¿Qué podría hacer nuestro rey Arturo más que enviar sus propios ejércitos para que se colocasen en la misma línea? Luego, suponiendo que los hombres de Lot desenvainaran las espadas, ¿qué otro remedio les quedaba a los nuestros más que imitarles? Y la situación aún podría ser más complicada que lo dicho. Me parece que resulta muy difícil poder determinar con exactitud la responsabilidad de una agresión.

Merlín mostróse un poco impaciente.

 -Sólo es porque queréis pensar de ese modo -contestó-. Evidentemente, Lot sería el agresor al hacer el primero el despliegue de fuerzas. Siempre es posible descubrir al villano, cuando se tiene una mentalidad abierta. En última instancia el culpable es en definitiva el que da el primer golpe.

Pero Kay siguió insistiendo en su argumento.

-Tomemos el caso de dos hombres -afirmó-, en lugar de dos ejércitos. Ambos se hallan frente a frente, sacan las espadas, pretendiendo que es por una razón válida, se observan, buscando el punto más vulnerable del contrario, y hasta hacen algunas fintas con las espadas, pretendiendo golpear, pero sin hacerlo. ¿Queréis decir que en tal caso el agresor sería aquel que lanzase el primer golpe?

-Sí, de no haber otra base para juzgar. Aunque tal vez lo fuera el que desenvainó antes la espada.

-Eso de pensar en el que golpea primero no conduce a nada. Suponed que los dos golpean al mismo tiempo, o que no se advierte cuál ha sido el primero en dar el golpe.

-De todos modos, casi siempre hay algún indicio que permite establecer la culpabilidad -dijo Merlín-. Emplead el sentido común. ¿Qué razón tiene nuestro rey Arturo para llevar a cabo una agresión? Ya es soberano de todos ellos y no tiene objeto que lleve a cabo el ataque. Nadie suele pelear por aquello que le pertenece.

-En realidad, no me siento responsable de haber iniciado esta contienda -aseguró Arturo-. A decir verdad, ni sabía que iba a estallar hasta que ocurrió. Supongo que ello será debido a que me eduqué en el campo.

-Cualquier hombre razonable -prosiguió el preceptor, haciendo caso omiso de la interrupción- que tenga la mente serena, puede acertar en casi todos los casos, cuando se trata de adivinar quién es el agresor. Incluso puede establecer qué bando se beneficiará más con una guerra, y ello es motivo suficiente para que se originen sospechas. Advertirá quién fue el primero en lazar las amenazas y en armarse, y al fin podrá señalar casi con certeza al verdadero culpable.»

 (...)

«¿Por qué luchan los hombres?", se dijo (...).

¿Eran los malvados dirigentes los que conducían a los pueblos a la matanza, o eran los pueblos malignos los que elegían sus jefes según su gusto? En realidad, parecía imposible que un jefe pudiera obligar a un millón de ingleses a hacer algo contra su voluntad. Si Mordred hubiera tratado de hacer que los ingleses usaran enaguas o se pusieran cabeza abajo, seguramente no habría logrado que se unieran a su partido, por muy astuto y persuasivo que se hubiera mostrado. Todo dirigente se veía obligado a ofrecer algo que sedujera a los que pretendía atraer. De ser esto cierto, las guerras no eran calamidades a las que eran conducidos los pueblos inocentes por hombres malvados, sino que eran movimientos más profundos y sutiles en su origen. En realidad, Arturo no consideraba que él o Mordred hubieran sumergido al país en aquella desgracia. Si tan fácil era conducir al pueblo en diversas direcciones, ¿por qué había fracasado al querer llevarlo hacia la justicia y la paz? Y ciertamente Arturo lo había intentado.

Después de estos pensamientos, y en un segundo plano, como en el Infierno de Dante, surgía la pregunta de que si Mordred y él no habían puesto en marcha aquella desgraciada circunstancia, ¿quién era el causante de ello? ¿Cómo empezaba el hecho general de la guerra? Pues toda contienda parece profundamente enraizada en sus antecedentes. Mordred obró por Morgause, ésta por Uther Pendragon, y Uther por sus antepasados. Parecía como si tras la muerte de Abel a manos de Caín, éste se hubiera apoderado del país, y ahora los partidarios de Abel quisieran recuperar su patrimonio para siempre. Los hombres no habían cesado, siglo tras siglo, de asestar daño por daño, matanza por matanza. Nadie salía beneficiado con eso; por ambas partes resultaban perjudicadas, pero así seguían implacablemente las cosas. La guerra actual podía ser atribuida a Mordred, o a él mismo, pero también se debía a un millón de Azotadores, a Lanzarote, a Ginebra, a Gawain, a todo el mundo. Los que vivían con la espada veíanse forzados a morir por ella. Los errores de Uther y de Caín eran cuestiones que sólo hubieran podido solucionarse de haber sido olvidadas.

Hermanas, madres, abuelas, todo se hallaba enraizado en el pasado. Los actos de una generación podían tener incalculables consecuencias en otra. Parecía como si la única esperanza residiera en no hacer nada, en no desenvainar las espadas por nada, en quedarse quietos. Pero eso hubiera sido tremendo (...).

La bendición del olvido, eso era lo esencial. Comenzar sin recordar el pasado. No se puede construir el futuro vengando agravios de tiempos ya idos. Sentarse todos como hermanos, y aceptar la paz de Dios. Por desgracia, eso es lo que dicen siempre los hombres después de concluida cada guerra. Siempre aseguran que aquélla será la última, y que todo marchará a la perfección. Siempre estaban dispuestos a rehacer un nuevo mundo. Pero llegado el momento se comportaban como necios, como chiquillos que pensaran en construirse una cabaña, y que al ponerse a hacerlo se dieran cuenta de que no tenían habilidad para ello (...).

El lobo hambriento atacaría al ciervo rollizo; el pobre siempre robaría al rico; el siervo haría revoluciones contra los poderosos, y las naciones menos afortunadas lucharían con las que tenían más suerte. Posiblemente las guerras sólo se presentaban entre los que tenían y los que no tenían. Pensando en esto, había que enfrentarse con el hecho de que nadie podía definir el estado de "poseer". Un caballero en armadura de plata se consideraría un paria en cuanto viese a otro con armadura de oro (...).

Entonces Arturo vio el problema delante de él tan claramente como si estuviera representado en un mapa. Lo más notable acerca de las guerras era que se luchaba por nada, realmente por nada. Las fronteras no eran más que líneas imaginarias. No existía ninguna línea visible entre Escocia e Inglaterra. La culpa era de la geografía, de la geografía política. Eso era todo. Las naciones no tenían necesidad de poseer el mismo tipo de civilización ni el mismo tipo de dirigentes, como no los tenían ni los pufinos ni las alcas. Todos podían conservar sus propias costumbres, igual que los esquimales y los hotentotes, con tal de que se concedieran unos a otros la libertad de comercio y el libre acceso a todas las zonas del mundo. Los países debían convertirse en condados o provincias, pero provincias que conservaran su propia cultura y las leyes locales. Las líneas imaginarias de la superficie de la tierra deberían eliminarse, puesto que las aves, que habitaban en el aire, las desdeñaban por naturaleza. ¡Qué ridículas le parecieron las fronteras a Lyo-lyok, la gansa salvaje, y le parecerían al hombre, si aprendiese a volar! (...)

Habría un día, tenía que llegar un día, en que él regresara a Gramarye con una nueva Tabla Redonda que no tuviera esquinas -del mismo modo que el mundo no las tenía-; una Tabla sin límites entre las naciones, las cuales podrían tomar asiento a la mesa para festejar el acontecimiento. La esperanza de llevar a cabo tal empresa descansaba en la cultura. Si podía persuadirse a la gente para que aprendieran a leer y escribir, y no sólo a comer y a amar, aún habría posibilidad de que entrasen en razón.»

(WHITE, Terence H.: Camelot. Libro II, Cap. 4 y Libro IV, Cap. 14.)

 

Última actualización: 2004-03-05