Érase una vez un niño
que nació así de pequeño.
Periquillo se llamaba
y no lloraba por eso.
Si los ladrones venían
tomaba a su burro el cuello
para en su oreja quedarse
y asustarlos desde dentro.
Mientras su padre comía
él ayudaba contento;
y si se lo zampaba el buey
esperaba a que, ya muerto,
alguien oyera su voz
antes de que el lobo fiero
hiciera feliz banquete
y se lo tragara de nuevo.
Otra vez chilló Perico:
los pastores acudieron,
mataron al lobo,
pero en su tripa no le vieron.
Del lobo se hizo un tambor,
del tambor un agujero.
Perico salió por él
para ver otro suceso:
nuevos ladrones llegaban
cargados con un talego.
Corrió cuanto pudo el niño:
contarles quería el hecho
a sus padres que, gozosos,
fueron al lugar secreto
donde los tontos malvados
escondieron el dinero.
Oro llevaron a casa
y algo más duradero:
un pequeño y un gran hijo
que ya nunca más perdieron.