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Cual las nubes en un cielo sereno, así es el correr de los años. Son ya quince desde aquel día en que fui investido con el título de barón de Forner. Durante este tiempo muchas cosas me han acaecido, buenas y malas. Entre las buenas, celebraría ante todo el recuperar a una madre a la que ni recordaba tan siquiera, así como mi boda con Margarita, la bella sobrina del conde de Tolosa que tantos días de felicidad me ha dado, y el ver crecer a nuestros dos hijos, Marian y Robert. Entre las malas, las intrigas y asechanzas que siempre acompañan al poder, y alguna guerra en que he debido intervenir contra mi voluntad, pues tal como transcurrió mi infancia soy menos dado a la guerra que a la paz. Ciertamente no hago honor a la sangre de mi abuelo, el bravo cruzado. Odio la violencia y, en lo posible, procuro evitarla. Ni siquiera disfruto en las justas y torneos y estoy muy lejos de ser un espejo de lo que se entiende por caballero. Si alguna vez empuñé la espada fue para defenderme de vecinos ambiciosos, y en estos pocos casos nadie ha podido tildarme de falta de valor. Pero nunca emprendí ninguna hostilidad. Empleo mis fuerzas en gobernar mis estados con justicia, procurando socorrer a los necesitados conforme enseña Jesucristo, nuestro Señor. A esto, a mi familia y a la reconstrucción del monasterio es a lo que dedico mi vida. Desde que dispuse de medios y poder para ello, levantar de nuevo el monasterio abandonado ha sido mi principal obsesión porque, como también pensaba el hermano Martín, pienso que ése es el designio de Dios. Fue designio de Dios que abandonaran al hermano Martín siendo un niño a la puerta del monasterio para que, tras el desastre que lo llevó a la destrucción, permaneciese en sus desoladas ruinas y así pudiera recogerme a mí de entre los muertos; a mí cuyo destino, estoy seguro de ello, sería el reconstruir la abadía destruida por culpa de un hombre de mi misma sangre, Silvestre de Forner, gracias al milagroso auxilio que pudo prestarme un peregrino que extravió cierta noche su ruta y a quien el Señor encaminó hacia nosotros para que se cumpliera lo que en su suprema sabiduría había dispuesto. Y ahora todo está cumplido. Hace tiempo que los monjes blancos pueblan la nueva abadía que yo ordené edificar sobre los restos de la que se quemó. Aunque las obras no están del todo concluidas -falta, según me han dicho, completar alguna capilla y cerrar la sala capitular-, los que lo han visitado se hacen lenguas de la grandiosidad del monasterio. Mucho tiempo ha transcurrido desde que estuve por última vez allí, cuando se estaban iniciando las obras que yo costeaba en su mayor parte. Ahora por fin, cuando ya está casi totalmente concluido, voy de nuevo a visitarlo. Antes de llegar a la abadía puedo darme cuenta del enorme cambio producido. Lo que eran salvajes bosques y eriales despoblados ahora son tierras feraces cultivadas con amor y esmero. Puedo comprobar cómo los prados, los viñedos, los huertos, colmados de hortalizas y frutales, las tierras de sembradura rodean el espacio que circunda la abadía extendiéndose hasta el río. Es la obra de los monjes blancos. Nada más cruzar a la otra orilla aparece el bosque. El bosque espeso y sombrío del que una noche surgió Gilberto. ¡Gilberto! Al fin veré otra vez a quien para mí es más que un amigo, más que un hermano. Diría que es como un padre, si ese lugar no lo ocupara en mi corazón el hermano Martín. Cuando, desde la cima de la colina contemplo la imponente fábrica del monasterio, una intensa, incontenible emoción, me llena. Apresuro el paso. Martín y Gilberto me esperan allí. MARTÍNEZ MENCHÉN, Antonio: La espada y la rosa. Alfaguara, Madrid, 117-119.
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Última actualización: 2004-03-05
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