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Ilustración de fondo

 

La jubilación forzosa

La desocupación involuntaria me parece tan degradante como la mendicidad. El desempleo voluntario, por ejemplo, en calidad de señorito o de jubilado temprano, no lo es menos, excepto en el caso de empleos fatigosos, embrutecedores o peligrosos.

Se explica que una persona que durante cuarenta años ha estado picando piedras, pastoreando ovejas o fregando pisos, sienta el ansia por jubilarse pero no me explico el ansia por jubilarse que sienten gentes que ejercen oficios interesantes, tales como los de enseñar, investigar, diseñar, escribir, curar o administrar. Mientras trabajan, estas personas enfrentan diariamente problemas nuevos y tienen la oportunidad de ser útiles.

Es natural pensar en jubilarse, o al menos en acortar la jornada de trabajo, cuando empiezan a mermar la energía y la capacidad intelectual. Pero dejar de trabajar mientras se pueda ser útil es cometer una falta para con los demás, así como condenarse a una vida aburrida. Más aún, es condenarse a una muerte prematura, ya que quien no tiene metas pierde las ganas de vivir. (Experimentos cuidadosos muestran que incluso el cuidado de un animal o de una planta prolonga notablemente la vida).

Quien siempre tiene trabajo grato por delante no tiene tiempo para pensar en la muerte. Cuando un alumno me preguntó cómo me imaginaba el término de mi existencia, sin duda cercano dados mis años, le contesté que mi ideal es caer fulminado al terminar mi última lección del año, o al terminar de corregir las galeradas de mi último libro. Cualquier cosa menos vegetar en un banco de plaza.

Un catedrático me contaba que, al cumplir los 65 años de edad, sus queridos colegas le denegaron su solicitud de seguir desempeñando sus funciones. No había razones, pero sí había una causa poderosa: el hombre publicaba más que todos sus colegas, juntos, dejándolos así en evidencia. (En algunos lados rige la disyuntiva "Publica o perece", en otros la implicación "Si publicas mucho más que el promedio, perecerás"). Evidentemente, la universidad perdía al deshacerse de un catedrático productivo y al retener, en cambio, a profesores improductivos y, por añadidura, celosos.

¿Por qué habría la universidad de proceder de manera diferente al final que al comienzo de la carrera docente? Si se exige calidad para poder comenzarla, ¿por qué no exigirla también para proseguirla? ¿Por qué no ensayar la revaluación periódica, por ejemplo, cada cinco años? Tal vez se comprobaría que hay profesores que debieran jubilarse a los 40 y otros recién a los 80 años de edad. Supongo que lo que vale para la universidad también vale para la empresa y para el Estado. Al fin y al cabo, es sabido que el cerebro humano no envejece a la par del resto del cuerpo: el aprendizaje permanente lo mantiene joven.

Acaso se arguya que quien sigue trabajando cumplidos los 65 quita trabajo a otro. Pero el mismo razonamiento debería de aplicarse a los que siguen trabajando a los 55, a los 45 y aun a los 35. Además, el argumento presupone que todos somos reemplazables, lo que no es cierto, ya que no hay dos seres humanos adultos idénticos y, por lo tanto, igualmente capaces.

Sólo el individuo improductivo que ocupa un puesto sin desempeñarlo, como ocurre con el profesor anquilosado (a los 60 o a los 30) quita trabajo a otro. Se puede ser productivo a los 80 e improductivo a los 30. En una organización racional no hay gente improductiva a ninguna edad .

En resolución, la jubilación obligatoria automática a una edad fija e igual para todos me parece disparatada dadas las enormes diferencias individuales. Además, es inmoral, por constituir una discriminación y por atentar contra el derecho al trabajo. Así lo han reconocido los tribunales de Quebec.

En todo caso, puesto que jubilarse es suicidarse, en lo que a mí respecta, ¡que se jubilen otros!

BUNGE, Mario: La jubilación forzosa, Rev. CRUZ ROJA.

 

Última actualización: 2004-03-05