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Ilustración de fondo

 

Ana Karenina

Tras un trayecto en tren, y tras comprender que ha sido engañada por Vronski, Ana Karenina camina indecisa y autómata por el andén de la estación del pueblo donde su amante vive otra aventura:

XXXI

Se oyó una campanada; pasaron ante Ana unos hombres jóvenes mal parecidos, insolentes y presurosos; pero, al mismo tiempo, atentos a la impresión que le causaban. Atravesando la sala, Piotr, con su cara estúpida, vestido de librea y con botines, se acercó a Ana para acompañarla al vagón. Unos hombres que armaban ruido callaron al pasar Ana por el andén, y uno de ellos murmuró al oído de otro algo respecto de ella, probablemente una grosería. Ana subió al alto estribo y se sentó sola en el departamento, sobre el sucio diván de muelles, que antaño había sido blanco. La bolsita se estremeció sobre los muelles hasta encontrar una posición. Piort con una sonrisa estúpida, levantó ante la ventanilla su gorra de galones en señal de despedida. El insolente revisor cerró la portezuela y echó el pestillo. Una sombra deforme, vestida con miriñaque -Ana la desnudó mentalmente y se horrorizó de su fealdad- y unas niñas, que reían de un modo fingido, pasaron corriendo por el andén.

-Katerina Andreievna lo tiene todo, ma tante -gritó una de las niñas.

«Es una niña y, sin embargo, está estropeada y finge», pensó Ana. Para no ver a nadie, se levantó presurosa y se sentó junto a la ventanilla opuesta. Un hombre sucio y feo, que llevaba una gorra de la que asomaban mechones de cabellos revueltos, pasó junto a la ventanilla, inclinándose hacia las ruedas del vagón. «Me recuerda algo este hombre tan horrible», pensó Ana. Y al recordar su sueño se dirigió hacia la puerta temblando de terror. El revisor abría la puerta para dejar pasar a un matrimonio.

-¿Quiere usted salir?

Ana no le contestó. Ni el revisor ni los que entraron advirtieron la expresión de horror del rostro de Ana por el velo que lo cubría. Ana volvió a su sitio y se sentó. Los esposos se instalaron frente a ella y examinaron con atención, aunque disimuladamente, su vestido. Ambos le parecieron repugnantes. El marido pidió permiso para fumar, sin duda no porque tuviese deseos de hacerlo, sino por entablar conversación con ella. Cuando obtuvo el consentimiento de Ana, comenzó a hablar con su mujer en francés. Decían tonterías, de un modo fingido, sólo para que ella las oyera. Ana veía claramente que estaban aburridos el uno del otro y que se odiaban. Y era imposible no aborrecer a unos seres tan lastimosos.

Se oyó la segunda campanada y, después, el ruido de los equipajes, gritos y risas. Ana estaba tan segura de que nadie tenía motivos para alegrarse, que esas risas la exasperaban hasta hacerle daño y quiso taparse los oídos para no oírlas. Finalmente, sonó la tercera campanada, se oyó el silbido de la locomotora, el chirrido de las cadenas, y el marido se persignó. «Sería interesante preguntarle qué es lo que piensa al hacer eso», pensó Ana, mirándole con ira. Luego, para no ver a la mujer, observó por la ventanilla a la gente del andén que despedía a los viajeros y que parecía enteramente deslizarse en dirección contraria. El vagón en que iba Ana, estremeciéndose uniformemente, salió del andén, pasó frente a un muro de piedra, junto al disco y a otros vagones. Las ruedas, bien enganchadas, sonaron al deslizarse por los carriles; la ventanilla se iluminó con el sol claro de la tarde y la brisa agitó las cortinas. Ana, olvidando a sus compañeros de viaje, aspiró el aire puro y se entregó de nuevo a sus pensamientos, mecida por el traqueteo del tren.

«¿Qué estaba pensando cuando me interrumpí? Que no puedo descubrir una situación en la que la vida no sea un tormento, que nos han creado a todos para sufrir y que lo sabemos, pero que buscamos medios para engañarnos. Y cuando uno ve la verdad, ¿qué puede hacer?».

-Por eso se le ha dado al hombre la razón, para que se libre de lo que le preocupa -dijo la mujer en francés, visiblemente satisfecha de su frase, haciendo muecas.

Parecía que esas palabras eran una contestación al pensamiento de Ana.

«Librarse de lo que a uno le preocupa», repitió. Mirando al marido, de rostro colorado, y a la enjuta y enfermiza mujer, Ana creyó que se consideraba incomprendida y que su marido la engañaba sin ocultárselo. Dirigiendo esa luz hacia ellos, creyó ver toda su historia y los rincones más recónditos de su alma. Pero no había nada interesante en ellos y siguió el curso de sus pensamientos.

«Sí, esto me preocupa mucho. Se me ha dado el raciocinio para que me libre de ello. Por tanto, debo hacerlo. ¿Por qué no apagar la vela cuando no hay nada más que mirar y todo produce repugnancia? Pero ¿cómo? ¿Por qué corre el revisor? ¿Por qué gritan esos jóvenes en el vagón de al lado? ¿Por qué hablan? ¿Por qué ríen? Todo es mentira, todo es falso, no hay más que engaño y maldad…»

Cuando el tren llegó a la estación, Ana se apeó entre la multitud de viajeros y, apartándose de ellos como de unos leprosos, se detuvo en el andén, tratando de recordar para qué había ido allí y lo que se proponía hacer. Todo lo que le parecía posible antes le resultaba muy difícil de comprender, sobre todo entre esa ruidosa multitud de gente absurda que no la dejaba en paz. Tan pronto la asediaban los mozos ofreciéndole sus servicios, tan pronto la miraban hombres jóvenes que hablaban en voz alta, taconeando ruidosamente por las tablas del andén, como los que se encontraban con ella se apartaban del lado que no debían, obstruyéndole el paso. Al recordar que si no hallaba contestación se había propuesto proseguir el viaje, Ana detuvo a un mozo y le preguntó si estaba allí el cochero que llevaba una carta para Vronsky.

-¿El conde Vronsky? Acaba de estar aquí. Ha venido a esperar a la princesa Sorokina y a su hija. ¿Cómo es su cochero?

Mientras Ana hablaba con el mozo, el cochero Mijailo, colorado, alegre, vestido con su elegante podioka azul y luciendo una cadena, visiblemente orgulloso de haber cumplido tan bien el encargo, se acercó a Ana y le entregó una carta. Ana la abrió, oprimiéndosele el corazón antes de leerla.

«Siento mucho que la carta no haya llegado a tiempo; volveré a las diez», había escrito Vronsky con letra descuidada.

«¡Eso es! Eso es lo que esperaba», se dijo Ana con una sonrisa maligna.

-Bien, vuelve a casa -ordenó Ana, en voz baja, a Mijailo.

Hablaba bajo porque el acelerado latir de su corazón le impedía respirar. «No, no te permitiré que me atormentes», pensó. Esta amenaza no iba dirigida a él ni a ella misma, sino al motivo de sus sufrimientos. Ana atravesó la estación, caminando por el andén.

Dos doncellas que iban por allí volvieron la cabeza para mirarla e hicieron un comentario en voz alta acerca del vestido. «Es auténtico», dijo una de ellas refiriéndose al encaje que llevaba. Los jóvenes no la dejaban en paz. Pasaron a su lado y volvieron a mirarla al rostro, gritando y riéndose con voces fingidas. El jefe de estación le preguntó, al pasar junto a ella, si continuaba el viaje. Un muchacho, vendedor de kvas, no le quitaba ojo. «Dios mío, ¿adónde ir?», pensaba Ana, alejándose cada vez más por el andén. Al llegar al extremo se detuvo. Unas señoras con unos niños que habían ido a recibir a un señor con lentes y que reían y hablaban animadamente, callaron, examinando a Ana cuando llegó junto a ellos. Ana apresuró el paso y se alejó al borde del andén. Se acercaba un tren de mercancías. En andén trepidó y Ana tuvo la sensación de que iba en tren de nuevo.

De repente recordó al hombre atropellado el día de su primer encuentro con Vronsky y comprendió lo que debía hacer. Con paso ligero y rápido bajó las escalerillas que iban desde el depósito del agua hacia la vía y se detuvo junto al tren que pasaba. Miraba la parte baja de los vagones, los pernos, las cadenas y las altas ruedas de hierro fundido del primer vagón que rodaban lentamente, tratando de determinar con la vista el centro entre las ruedas delanteras y las traseras y el momento en que ese centro estaría frente a ella.

«¡Allí! -se dijo, mirando la sombra del vagón y la arena mezclada con carbón esparcida sobre las traviesas-. ¡Allí, al mismo centro! Lo castigaré y me libraré de todos y de mí misma.»

Quiso tirarse bajo el centro del primer vagón que llegaba junto a ella; pero la bolsita roja, de la que quiso desprenderse, la entretuvo y no le dio tiempo: el centro había pasado ya. Era preciso esperar el vagón siguiente. La embargó una sensación semejante a la que experimentaba cuando se disponía a entrar en el agua para bañarse, y se persignó. El gesto familiar de la señal de la cruz despertó en su alma una serie de recuerdos de su infancia y de su juventud. Y súbitamente se desvaneció la niebla que lo cubría todo, y la vida se le presentó, por un momento, con todas sus radiantes alegrías pasadas. Pero Ana no bajaba la vista del segundo vagón que se acercaba. En el preciso instante en que el centro pasaba ante ella, arrojó la bolsita y, hundiendo la cabeza entre los hombros, se arrojó debajo de él, cayendo sobre las manos. Haciendo un ligero movimiento, como si se dispusiera a levantarse en seguida, quedó de rodillas. En aquel momento se horrorizó de lo que hacía: «¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Para qué?» Quiso retroceder y echarse para atrás, pero algo enorme, inflexible, le dio un golpe en la cabeza y la arrastró de espaldas. «¡Señor, perdóname todo!», pronunció, sintiendo la imposibilidad de luchar. El hombrecillo hablaba haciendo algo, inclinado sobre unos hierros, y la vela ante la cual Ana había leído el libro, lleno de desvelos, engaños, penas y maldades resplandeció con una luz más viva que nunca; iluminando todo lo que antes estuviera en la oscuridad, chisporroteó, comenzó a extinguirse, y se apagó para siempre.

TOLSTOI, León: Ana Karenina. Orbis-Fabbri, 659-662.

Última actualización: 2004-03-05