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Fortunata descubre, a través de su marido, que Juan Santa Cruz sigue manteniendo su vida de mujeriego: Fortunata sintió que toda la sangre se le subía al rostro y se puso muy sofocada. Rubín estiró el codo sobre el lecho, apoyándose en él con actitud perezosa, semejante a la que tomaba en la botica cuando leía. -Es preciso que lo sepas pronto. Todo lo que tardes en saberlo tardas en regenerarte. La Pitusa tenía mucho calor y, cogiendo un abanico que junto a la almohada tenía, empezó a abanicarse. -Es preciso que lo sepas -volvió a decir Maxi con cierta frialdad implacable, propia del hombre acostumbrado al asesinato-. Tu verdugo no se acuerda de ti para nada, y ahora tiene amores con otra mujer. -¡Con otra mujer! -dijo ella, repitiendo la frase como una muletilla a la cual no se saca sentido. Sus miradas vagaban por los dibujos de la colcha. -Sí, con otra mujer a quien tú conoces. El asesino le iba soltando a la víctima las palabras en dosis pequeñas y la miraba observando el efecto que le causaban. Fortunata quiso sobreponerse a aquel suplicio y, sacudiendo la despeinada cabeza, como para alejar y espantar una convicción que quería penetrar en ella, le dijo: -¿Qué historias me vienes a contar ahí?…. Déjame en paz. -Esto que te cuento no es un enredo, es verdad. Ese hombre está enamorado de otra mujer, y tú la conoces. Aprende, pues. Ahí tienes la maravillosa arma de la lógica humana, con la cual te hiero para sanarte. Más vale morir aprendiendo que vivir ignorando. Esta lección terrible puede llevarte hasta la santidad, que es el estado en que yo me encuentro. ¿y quién me ha traído a mí a este bendito estado? Pues una lección, una simple lección. Mira, Fortunata: bendito sea el cuchillo que sana. -Falta que sea verdad lo que cuentas -dijo la víctima defendiéndose. -Tú podrás creerlo o no creerlo, como un enfermo puede tomar o no la medicina que el médico le da. Porque esto es la medicina de tu conciencia. ¿Quieres otra? ¿Quieres el nombre de la que ha robado lo que tú robaste? Pues te lo voy a decir. Fortunata sintió como un desvanecimiento y, al incorporarse, se le iba la cabeza y la habitación daba vueltas en torno suyo. Llevándose la mano a los ojos, dijo a su marido: -Me lo tienes que decir. -Es muy amiga tuya. -¡Amiga mía! -Sí, y su nombre empieza por A. -¡Aurora, Aurora es! -exclamó la joven, dando un salto en el lecho y mirando a su marido como miran las personas de honor que han recibido una bofetada. -Ella es. PÉREZ GALDÓS, Benito: Fortunata y Jacinta. Alianza, 971-973. |
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Última actualización: 2004-03-05
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