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> 2.3 La expanxión
de los años sesenta.
2.3 La expansión de los años
sesenta
Hasta 1959 en España no se produjeron televisores: eran un producto
de gran lujo que había que importar desde el extranjero, y accesible
por ello únicamente a una reducidísima minoría de la
población. Se calcula que a comienzos de la década de los
años sesenta, en todo el país sólo unas cincuenta
mil familias, básicamente de Madrid y Barcelona, poseen
el preciado electrodoméstico.
A partir de primeros de los años sesenta,
los poderes públicos se plantean políticas para incentivar
el consumo y potenciar la penetración del medio en la sociedad.
El Estado incitó con diversas medidas al consumo; por ejemplo,
en 1961 anuló el impuesto de lujo a los aparatos, en 1962
se permitió la venta a plazos de los televisores (hasta
ese momento existía un aceptable mercado de alquiler
de aparatos); y durante toda la década de los sesenta los anuncios
publicitarios de los receptores contaban con tarifas inferiores a la de
los otros productos.
Al final de la década, y a pesar de que las cifras
no parecen elevadas para los parámetros estadísticos actuales,
se considera que la televisión tiene una amplia cobertura en España.
No existen cifras absolutamente fiables pero se considera que en ese tiempo
hay unos tres millones y medio de aparatos que equivalen
al 40% de los hogares del país; se dan grandes desniveles de penetración
según las zonas geográficas que van desde el 75-80 por ciento
de las territorios más urbanos como Madrid, Barcelona o el País
Vasco y porcentajes que apenas llegan al 25% de la España rural.
El parque de televisores sólo es uno de los factores
que miden la implantación social de la televisión. En la
década de los sesenta, para conocer la expansión del medio
debe combinarse, Indudablemente, el número de aparatos con la cantidad
de televidentes que cada televisor acoge. Nadie puede negar razonablemente
que en esos años el consumo de televisión no es sólo
familiar sino, relativamente, público si consideramos la práctica
extendida en las ciudades de los primeros años sesenta, de ver
programas en la casa de familiares y amigos o, ya en la segunda mitad
de la década, el habitual consumo en bares o en la red de teleclubs
en las zonas rurales.
La primera de las situaciones mencionadas fue inmortalizada en una secuencia
genial de la película Atraco a las tres (José
María Forque, 1962) en la que Gracita Morales cobra cinco pesetas
a sus vecinos por entrar en su casa y ver los programas televisivos nocturnos.
Por su parte, los teleclubs constituyeron uno de los asuntos más
recurrentes de la política cultural sobre la televisión.
Los teleclubs, que con frecuencia estaban gestionados
por los párrocos, formaron una red de varios miles, pero su éxito
fue muy limitado y su actividad muy irregular; de hecho, su misma continuidad
quedaba en entredicho según crecía el parque de televisores.
Los españoles también fueron cambiando sus ideas sobre la
televisión. A la altura de 1966 el aparato televisivo ocupa en
las encuestas oficiales un discreto séptimo lugar en los deseos
de posesión de bienes de consumo en las ciudades y nada menos que
un duodécimo en las localidades rurales. Para aquellos españoles
de los sesenta la televisión se considera menos necesaria que la
radio, el agua caliente, la nevera eléctrica, la máquina
de coser o la lavadora, aunque más necesaria que la moto, el coche
o el teléfono –en los pueblos- (véase, palacio, 2001).
Las cosas, ya se sabe, han cambiado mucho; en la actualidad únicamente
el número de frigoríficos supera al de televisores y la
penetración del medio abarca porcentajes superiores al 99% de los
hogares.
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